Hace unos años estuve muy triste, como solo lo estamos aquellxs que sufrimos de una insoportable sensibilidad y perdemos los calcetines en el infierno, aunque estemos tocando el cielo con los dedos.
Por las noches, tenía miedo a dormir. Más bien a despertar. Miedo a que por un tiempo se me olvidara el motivo de mi dolor y al abrir los ojos me golpeara nuevamente. Condenada a que me creciera el hígado por la noche y de nuevo los cuervos lo devoraran por el día, como a Prometeo. Aquellas noches encontré una forma de anestesiarme y en mi evasión nocturna, dejaba mi ordenador portátil encendido, que parecía velar mis sueños con su luz acogedora.
Un lustro más tarde mi portátil está viejo y enfermo. He tenido que encargar otro, aunque no puedo deshacerme de él, no puedo traicionarle de este modo. Él, que vino en mi mochila cuando tuve que formar un nuevo hogar en mi nueva vida. Y a pesar de que sea inútil, lucharé por sanarlo, aunque sus días pasen más livianos, relegado a tareas más sencillas. Después de todo, hace tiempo que se le ha permitido cerrar sus ojos cuando yo también cierro los míos. Es hora de que él disfrute su júbilo, por otra parte tan merecido.
Me acostumbraré. Es asombroso la capacidad humana de acostumbrarse a cualquier cambio y a echarlo también de menos, pues hasta el veneno se añora cuando el río ya no es el mismo. Intentas callar la añoranza, pero sabes la verdad aún cuando no la piensas, porque ella no entiende de palabras. Poco importan los malabares neuronales que haces para que no se cuele por debajo de tu puerta. Da igual. Esta ahí, esperándote, al otro lado, sonriendo como el dios que todo lo sabe. Con tu calcetín en la mano.
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